Por Andrés Amorós/El Debate.
Hemos vivido una jornada histórica para la Tauromaquia, en Las Ventas, en la Corrida de la Hispanidad. Cuando José Antonio Morante está toreando brillantemente con el capote a su segundo toro, el cuarto de la tarde, Tripulante, colorado ojo de perdiz, de 554 kilos, de la ganadería de Garcigrande, es arrollado, sufre un fuerte trompazo, queda inmóvil sobre la arena. Lo llevan a la barrera: parece que no está herido pero si conmocionado. Intenta salir a torear pero no mantiene el equilibrio; hace gestos de que continúe la lidia, mientras se recupera. Visiblemente dolorido, brinda a Santiago Abascal. Desde el comienzo, con la muleta planchada, la faena tiene naturalidad, suavidad, frescura, sin amaneramientos, aunque el toro no es claro, se queda muy corto. El arte auténtico de Morante pone al público en pie, cuando se lo enrosca a la cintura y aguanta un parón. Mata de una gran estocada y se le conceden las dos orejas.
A la emoción de la obra de arte que acabamos de contemplar se une pronto la sorpresa que nadie esperaba: el diestro se dirige al centro del ruedo y, pausadamente, se corta la coleta. Nadie se puede creer lo que estamos viendo, surgen voces, «¡No, no!», pidiéndole que se vuelva atrás: «¡No te vayas!» Morante se dirige hacia la barrera, llorando; se abraza con su cuadrilla, con su mozo de espadas. Una gran ovación le obliga a salir de nuevo al ruedo y se redoblan las súplicas para que no se retire: sin aspavientos, el diestro las corta, con gestos de despedida…
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