Swedish flag flies over a red brick tower.
Sociedad

Suecia: el país que aprendió a corregirse

Por Carlos M Estefanía.

Crónica y análisis de Carlos Manuel Estefanía, quien continúa en estas páginas —como en sus recientes reportajes para ZoePost— su mirada sobre una democracia escandinava, entre sus aciertos y contradicciones.

Vivir en Suecia es convivir con un espejo. Uno que no refleja la perfección nórdica que el extranjero imagina, sino una humanidad contenida, disciplinada, que tropieza y vuelve a levantarse. Desde mi barrio en Botkyrka, a veinte kilómetros al sur de Estocolmo, contemplo cada día cómo esta sociedad avanza sin miedo a mirarse los defectos. Aquí nadie finge que todo está bien; cuando algo falla, se corrige, o por lo menos se intenta con la conciencia de que todo lleva su tiempo. Por eso digo que Suecia es el país que aprendió a rectificarse sin romperse.

El boletín local de esta semana es casi un retrato moral de esa convivencia entre la calma y el sobresalto. Un robo violento en Tumba; un adolescente que conduce un tractor modificado a toda velocidad; vecinos que reclaman más seguridad y otros que celebran los logros de sus escuelas. Las estadísticas lo confirman: más jóvenes que nunca cumplen los requisitos para continuar sus estudios. En un país donde la educación no adoctrina, sino que emancipa, ese dato tiene el peso de un símbolo. Quizás por eso las aulas aquí huelen a futuro, no a propaganda.

Botkyrka es una pequeña Babel, pero amable. En su mercado se mezclan acentos de todos los puntos cardinales: polaco, ruso-ucraniano, kurdo,  arameo, turco, árabe, finlandés, español y, por supuesto, sueco. Nadie parece extranjero al otro, aunque todos lo somos un poco. En las bibliotecas del municipio —más templos del diálogo que depósitos de libros— se reúnen familias enteras para pintar, leer, aprender idiomas o simplemente conversar. Nadie teme a una palabra; no hay censura, solo curiosidad. Incluso la Iglesia sueca, lejos de toda rigidez, abre sus puertas a conciertos, desayunos comunitarios y sopas compartidas en las que participan personas de todas las culturas y creencias. La fe aquí no impone: acompaña.

Pero no todo es armonía. En Hallunda, muchos propietarios intentan vender sus apartamentos sin éxito, pese a bajar una y otra vez los precios y es que los prejuicios hacia la zona funcionan como factor económico. El bienestar sueco también tiene su lado incierto: tarifas en aumento, hipotecas largas, la sensación de que el suelo firme se vuelve resbaladizo. Y aun así, el ciudadano sueco mantiene la compostura. Las crisis se enfrentan sin dramatismos, con la calma metódica de quien ha hecho de la organización una virtud nacional.

Esa misma serenidad se aplica al poder. Cuando la exdirectora de Cultura de Botkyrka fue obligada a renunciar por un viaje mal financiado, no hubo miedo ni silencio. Demandó al municipio, y los medios siguieron cada paso del proceso con luz pública. En Cuba, un caso así habría desaparecido en el rumor y la sombra; en Suecia, se discute con nombres, documentos y argumentos. Aquí la transparencia no es un gesto heroico: es una costumbre. El sistema no necesita infalibilidad, le basta con la honestidad de admitir sus errores.

Más allá de mi municipio, el país entero vive días agitados. En el corazón de Estocolmo, un tiroteo, que no es el primero, en en la céntrica y exclusiva zona  Stureplan dejó a un guardia de seguridad herido. La violencia de las bandas amenaza esa imagen de serenidad que tanto se asocia con Suecia. Mientras tanto, la política se sacude: Simona Mohamsson, líder de los liberales, anunció que su partido no gobernará junto a los Demócratas de Suecia, de raíz nacionalista. Su declaración ha tambaleado la coalición del primer ministro Ulf Kristersson y recordado que incluso las democracias más sólidas viven bajo examen constante.

Entre tensiones y reformas, la cultura sigue respirando. El Nobel de Literatura fue para el húngaro László Krasznahorkai, premiado por su “escritura visionaria que, en medio del horror, mantiene la fe en las posibilidades del arte”. En un país que adora la palabra, ese premio tiene resonancia moral. Y mientras los escritores celebran, los médicos protestan. En Skåne y Västra Götaland, oftalmólogos denuncian que el sistema informático Millennium pone en riesgo la seguridad de los pacientes. En cualquier otro sitio sería un detalle técnico; aquí, es motivo de debate público. En Cuba, donde escasean los medicamentos, imaginar un conflicto por un software médico parece un lujo inconcebible.

Suecia es un país de contrastes, pero también de coherencia. Mientras un tribunal juzga al grupo “Pedo Hunting Sweden” por tomarse la justicia por su mano, el gobierno propone fijar una edad mínima para usar redes sociales. Se trata, dicen, de “devolver la infancia a los niños”. La libertad aquí no es absoluta, sino razonada; se defiende, pero también se regula. En eso consiste el verdadero equilibrio.

Y, de pronto, la noticia de un crimen rompe la rutina: un joven empresario sueco, asesinado en España durante un robo. La cobertura fue sobria, sin morbo, sin espectáculo. Esa manera de informar —respetuosa, precisa— es otra forma de civismo. En Suecia, incluso la tragedia se enfrenta con dignidad.

A veces creo que este país es un organismo vivo que se revisa a sí mismo cada día: se examina, se corrige, se vacuna contra la indiferencia. Aquí los ciudadanos no necesitan héroes ni caudillos; confían en las instituciones y en su propia voz. En Cuba, nos enseñaron lo contrario: que el Estado lo sabe todo y el ciudadano apenas respira. En Suecia, el ciudadano vigila al Estado, y el Estado le responde. Esa es la verdadera democracia: no la que se declama, sino la que se ejerce.

No, Suecia no es perfecta. Tiene su cuota de soledad, burocracia y jóvenes desilusionados con el viejo sueño nórdico. Pero conserva algo esencial: la humildad de corregirse. Cuando una institución se equivoca, se disculpa; cuando un político miente, se le confronta; cuando un sistema falla, se revisa. Aquí el error no es delito: es aprendizaje.

Camino por mi barrio al caer la tarde, entre los árboles amarillos del otoño, y pienso en Cuba. Pienso en lo que podría ser una nación donde los problemas se discutan sin miedo, donde el ciudadano hable sin permiso, donde la justicia no dependa de la obediencia. Suecia me recuerda cada día que la libertad no consiste en no tener problemas, sino en tener el valor de enfrentarlos.

Y quizás eso sea lo que más admiro de este país: que no esconde sus grietas, porque entiende que solo quien se corrige puede avanzar. En eso, sí, Suecia como país es un maestro. Y ojalá algún día Cuba, libre del dogma de su gobierno actual y de su miedo, también aprenda esa lección.

 

Carlos Manuel Estefanía
Docente cubano radicado en Suecia. Fundador y editor de la revista Cuba Nuestra, realizador del programa radial La Tertulia de Estocolmo en Radio Botkyrka y colaborador de ZoePost.

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