Mundo

El misterio de las montañas de Alby. Cuando el sol pinta con fuego

Por Carlos M. Estefanía.

Hay momentos en los que la naturaleza nos regala escenas tan sobrecogedoras, que uno no sabe si está soñando o si el mundo ha decidido, por un instante, convertirse en arte puro. Esto fue exactamente lo que me ocurrió hace unos días frente al lago Alby, en Suecia.

El sol comenzaba su despedida. Todo era calma. El agua reflejaba los últimos destellos del día como si quisiera retenerlos un poco más. Y de pronto, algo extraordinario sucedió: las montañas que rodean el lago, esas inmensas guardianas que parecieran haber estado allí desde siempre, comenzaron a teñirse de rojo. Pero no todas. Solo la parte superior de sus laderas parecía encenderse con un fuego suave, casi irreal. La parte inferior, mientras tanto, permanecía en sus tonos normales, verdes y grises.

Durante unos minutos, el mundo pareció dividido en dos: arriba, el rojo vivo de una montaña que ardía sin quemarse; abajo, el silencio habitual del bosque y la piedra.

¿Magia? ¿Ilusión? No exactamente. Lo que vi tiene nombre y explicación, aunque eso no le quita ni un ápice de belleza.

El fenómeno que pinta las montañas

Lo que presencié se llama Alpenglow —literalmente, «resplandor alpino»—, y aunque su nombre nos remita a los Alpes, puede ocurrir en cualquier parte del mundo donde haya montañas y un atardecer dispuesto a colaborar.

El secreto está en la luz. Más exactamente, en cómo la luz del sol viaja hasta nosotros a través de la atmósfera. Durante el día, el sol está alto y sus rayos atraviesan una capa más delgada de aire. La luz azul, que tiene ondas cortas, se dispersa en todas direcciones por las moléculas del aire, dándole ese color celeste tan familiar al cielo.

Pero al atardecer, el sol baja, y su luz debe atravesar más atmósfera. En ese recorrido más largo, la luz azul y verde se desvía y se dispersa aún más, y lo que nos llega con mayor intensidad son las ondas largas: los rojos, naranjas y amarillos. Es por eso que los atardeceres tienden a ser tan cálidos y dramáticos en color.

Ahora bien, cuando esos rayos rojizos acarician las cumbres de una montaña, ocurre la magia del Alpenglow: las laderas se iluminan con una tonalidad que parece sacada de un óleo impresionista. Si hay nieve, el efecto se multiplica. Si las rocas tienen tonos claros, el fuego se intensifica. Cada montaña, según su forma y composición, reacciona de manera distinta.

¿Y la montaña partida?

Lo más curioso de aquella tarde no fue solo el rojo vibrante de las cimas, sino el contraste: la parte de abajo seguía intacta, como si el fenómeno la hubiera ignorado. ¿Por qué esa diferencia tan marcada?

La explicación está, sorprendentemente, en la sombra de nuestro propio planeta. Sí, la Tierra también proyecta sombra, y no solo durante los eclipses.

Justo después de la puesta del sol, si miramos hacia el lado opuesto al ocaso, podemos ver una banda gris-azulada que empieza a ascender en el cielo. Es lo que se llama «la sombra de la Tierra». Sobre esa franja, muchas veces aparece otra más rosada, conocida como el Cinturón de Venus. Juntas forman un espectáculo discreto pero fascinante.

Volviendo a nuestras montañas: la base, al estar más baja, entra primero en esta sombra. Al quedar fuera del alcance de la luz solar directa —e incluso de la luz filtrada que produce el Alpenglow—, recupera su color habitual. Las cimas, en cambio, al estar más cerca del cielo, permanecen unos minutos más iluminadas por los últimos rayos rojos del sol.

Es como si las montañas fueran una vela: la llama (la luz) solo alcanza su parte superior antes de extinguirse.

Una poesía científica

Lo hermoso de todo esto es que la ciencia no le quita la magia al fenómeno. Al contrario, la enriquece. Saber que estamos viendo una interacción entre partículas de aire, longitudes de onda y geografía nos conecta aún más con el milagro cotidiano del mundo.

No es necesario ser físico ni meteorólogo para emocionarse. Basta con mirar con atención y hacerse preguntas. Porque la naturaleza no solo es sabia; también es generosa. Nos da espectáculos que ningún teatro podría igualar, y encima, gratis.

Así que ya lo saben: si alguna vez se encuentran frente a una montaña al caer la tarde, esperen. Quizás tengan la suerte de ver cómo se enciende lentamente, como si el sol, antes de irse, quisiera dejar una firma en la roca.

Y cuando eso ocurra, no se pregunten solo qué está pasando, sino también cómo tuve tanta suerte de estar justo aquí, justo ahora.

Fotos Carlos M. Estefanía.

El autor es un disidente cubano radicado en Suecia.

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