Por Carlos Manuel Estefanía.
La reciente muerte de José «Pepe» Mujica ha desatado una ola de homenajes en los medios internacionales, que lo despiden como si se tratase de un santo laico. Portadas, editoriales y documentales lo recuerdan como “el presidente más pobre del mundo”, un sabio austero, ejemplo de honestidad y coherencia. Sin embargo, detrás del mito cuidadosamente cultivado por la prensa global, se esconde una historia más compleja, con episodios oscuros que rara vez se mencionan con la misma vehemencia con que se alaba su vida sencilla. La desaparición física de Mujica representa una oportunidad para someter su legado a un examen crítico y desmitificador, más allá de la narrativa oficial que lo eleva a ícono moral sin revisar su pasado violento ni los claroscuros de su gestión.
Antes de ser el simpático abuelo sabio que citan los medios internacionales, Mujica fue un militante del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), un grupo guerrillero urbano influido por la Revolución Cubana que optó por la vía armada para imponer un proyecto socialista en Uruguay. Bajo la bandera de la “justicia social”, los tupamaros perpetraron secuestros, atentados, robos, fugas carcelarias y, según fuentes documentadas, incluso asesinatos.
Uno de los episodios más reveladores y silenciados en la hagiografía mediática de Mujica es el asesinato de José Leandro Villalba, un funcionario que en 1970 reconoció al guerrillero herido en un tiroteo con la policía. A raíz de ello, Mujica habría ordenado su ejecución. El 10 de enero de 1971, seis tupamaros lo acribillaron por haber «delatado» al líder. Este crimen jamás fue reconocido con autocrítica. Al contrario, cuando se le preguntó años después si había matado a alguien, Mujica respondió con una sonrisa: “No, a mí no. No le pegué”. Una respuesta cínica que revela una peligrosa trivialización de la violencia.
Es cierto que Mujica pasó más de una década en prisión, en condiciones extremadamente duras, durante la dictadura militar. Esta etapa lo marcó profundamente y fue decisiva para construir su relato de víctima heroica, narrativa que posteriormente sería instrumentalizada políticamente con notable éxito.
Tras su liberación en 1985, Mujica se integró al juego democrático. Fue diputado, senador, ministro y, finalmente, presidente entre 2010 y 2015. Su estilo campechano y su vida austera —vivía en una chacra, donaba gran parte de su salario y conducía un escarabajo— lo convirtieron en un fenómeno mediático sin precedentes. La prensa internacional, en especial la anglosajona, lo transformó en una suerte de “estrella pop de la política mundial”, destacando su honestidad, su filosofía de vida sencilla y su capacidad para conectar con personas de todas las edades y clases sociales.
Medios como The Guardian, BBC, The New York Times y The Economist lo presentaron como un “líder ejemplar” y un símbolo de una izquierda moderada, ética y pragmática. Esta narrativa, sin embargo, descansaba más en el personaje que en la realidad de su gobierno.
Aunque su presidencia fue célebre por reformas como la legalización del cannabis y el matrimonio igualitario, los problemas estructurales persistieron e incluso se agravaron: aumento sostenido de la delincuencia, crisis educativa, fallos en la política fiscal y creciente malestar social. Diversos analistas lo tildaron de ineficaz, y figuras como el periodista y humorista Orlando Petinatti llegaron a calificarlo como “el peor presidente de la historia de Uruguay”.
Mujica tampoco estuvo exento de los vicios de la política tradicional. Durante su mandato, el Frente Amplio se vio salpicado por escándalos de corrupción como el caso ANTEL o la sobrefacturación del Hospital Maciel. Aunque Mujica no fue imputado, su silencio ante estos hechos fue interpretado como una forma de complicidad pasiva.
El fenómeno Mujica ilustra cómo la prensa puede fabricar figuras casi míticas. En este caso, los medios internacionales —especialmente los progresistas anglosajones— operaron como maquinaria de canonización. Su pasado guerrillero fue minimizado o romantizado como parte de un relato de redención y reconciliación, mientras se obviaban sus alianzas ideológicas con regímenes autoritarios como el de Venezuela o Cuba.
Esta simpatía mediática fue mucho más intensa en el extranjero que dentro de Uruguay, donde su figura suscitaba debates más matizados y juicios más severos. Fuera del país, se lo celebraba como referente mundial de una política honesta y sencilla; dentro, se lo discutía como un personaje contradictorio, con una gestión deficiente y una moral política ambigua.
En este contexto, Mujica se convirtió en una especie de placebo ideológico para sectores de la izquierda global que deseaban una figura inspiradora sin el costo del autoritarismo chavista o castrista. Con su tono pausado, su lenguaje llano y su discurso anticonsumista, ofrecía una versión amable y exportable del socialismo latinoamericano. Poco importaban los resultados reales de su gobierno ni su pasado armado: lo que se vendía era un símbolo, no un estadista.
Durante su presidencia, Mujica impulsó una serie de reformas celebradas por el progresismo internacional: legalización del matrimonio homosexual, regulación del cannabis, despenalización del aborto y, más recientemente, legalización de la eutanasia. Estas medidas fueron presentadas como avances civilizatorios, pero desde otras miradas —más conservadoras o simplemente críticas— representan una profundización de la crisis moral del país.
La eutanasia, por ejemplo, abre la puerta a una lógica utilitarista que pone en manos del Estado la potestad de decidir quién merece vivir o morir. La legalización de la marihuana, lejos de fomentar una libertad responsable, corre el riesgo de normalizar la dependencia y debilitar aún más a una juventud afectivamente y espiritualmente carenciada. Y en cuanto al matrimonio igualitario, más allá del respeto debido a las decisiones privadas, su equiparación con la unión tradicional entre hombre y mujer supone una ruptura antropológica con profundas consecuencias para la estabilidad social.
Estas reformas, impuestas muchas veces sin debate honesto ni consenso amplio, reflejan más una agenda ideológica que un verdadero compromiso con el bien común. El relativismo moral y cultural promovido por su gobierno terminó debilitando aún más los fundamentos éticos de la sociedad uruguaya.
José Mujica no fue un dictador, pero tampoco fue el apóstol de la democracia que muchos quieren retratar. Su historia está marcada por episodios violentos que nunca fueron debidamente reconocidos, y su paso por el poder, aunque revestido de símbolos de humildad, dejó un legado cuestionable en términos de gestión y orientación moral.
Mujica fue, en el mejor de los casos, un personaje profundamente contradictorio. Y como tal debería ser recordado: no como el “último presidente bueno del mundo”, sino como un hombre que pasó de la violencia revolucionaria a la política institucional, con una coherencia ética tan selectiva como la memoria de quienes hoy lo celebran sin reservas. Su muerte no exige beatificación, sino una mirada crítica, honesta y completa sobre lo que fue y lo que representó. Solo así podrá comprenderse su verdadero legado.
Carlos M. Estefanía es un disidentee cubano radicado en Suecia.
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”La vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan”
Redacción de Cuba Nuestra
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