Por Pepe Fernández del Campo/El Debate.
El 2 de mayo de 1808 no fue un estallido improvisado, fue la expresión de una conciencia histórica que despertó ante la evidencia de una traición en marcha. España no se alzó aquel día porque supiera exactamente lo que iba a ocurrir, sino porque intuía, con exactitud moral, lo que estaba ya ocurriendo: su entrega, sin combate, a una potencia extranjera.
Todo había comenzado meses antes, cuando Napoleón, en apariencia aliado de España, solicitó permiso para el paso de tropas francesas por la península rumbo a Portugal, como parte del acuerdo entre ambos imperios contra la monarquía portuguesa, aliada de Gran Bretaña. Carlos IV y su valido, Manuel Godoy, aceptaron. Pero lo que debía ser una operación militar limitada se convirtió en una maniobra de ocupación encubierta. Las columnas francesas no se dirigieron exclusivamente a Portugal: fueron desplegándose por puntos estratégicos de la península, ocupando ciudades clave como Burgos, Salamanca, Pamplona, Barcelona o Madrid. Y lo hicieron sin disparar un solo tiro.
A esta presencia creciente se unió una crisis dinástica sin precedentes. En marzo, tras el Motín de Aranjuez, Carlos IV fue obligado a abdicar en su hijo, Fernando VII. Pero Napoleón, que ya tenía su propia estrategia, decidió llamar a ambos a Bayona bajo pretexto de mediación. Allí, entre presiones y engaños, logró que Fernando devolviera la corona a su padre, y que este, a su vez, la cediera a él. El resultado fue que, sin guerra ni decreto, España se quedó sin soberanía efectiva, sin monarca y con el ejército francés ocupando su capital…