Por Gloria Chávez Vasquez*.
Dicen que la audiencia miraba horrorizada. No podían creer que el amo de las bestias hubiese perdido el control de una de sus criaturas, en apariencia, mas sumisas.
Pero tenía que matarlo. Tanto tiempo de humillaciones, de vejaciones habían horadado mi dignidad de ser viviente. ¿No les horrorizaba igual ver a un hombre someter a un ser humano, como si fuera dueño del universo? ¡como si solo él y su acto de amo de las cosas importara! ¿No les asqueaba ver como someten a esclavitud a todo aquel que perciben inferior a ellos?
Y ahora, en el encierro final e infinito, solo me quedan los recuerdos y un sabor amargo; el sabor de sangre mezclado con la saliva que una vez produjo mi instinto de conservación, la necesidad de alimentarme, sobrevivir y prolongar mi especie. Esperan según dicen, a decidir mi suerte. Como si yo no la hubiera sabido siempre. Como si nunca la hubiera presentido. Me queda la satisfacción de saber, que mi acto póstumo fue un grito de libertad. Esa libertad perdida, arrebatada en plena juventud, cuando me desplazaba por Bengala, dueño de mi propia vida.
De joven escuchaba historias de gente, que, no se sabía en busca de qué, había perseguido, asediado, acorralado, luego apresado y puesto en cautiverio a alguno de mis familiares, o compañeros de cacería. Los que habían sobrevivido relataban cómo, una manada de aquellos animales de la especie humana, acechaban, perseguían a su víctima durante días enteros. Vigilaban sus movimientos, le velaban día y noche, estudiaban sus pasos, le seguían por su olor. Le tendían trampas hasta que, cansada, hambrienta, la presa de turno caía exhausta a merced de la redada. Luego, sin piedad ninguna, caía sobre uno aquella jauría, que capturaba con la red, hecha apresuradamente de bejucos o de lianas.
Después de muchas lunas de incertidumbre, llegó a la aldea, el que parecía el amo, un hombre alto, blanco, fornido, tan impresionante como yo antes de caer en aquella jaula. Adentro, yo me debatía fiera pero inútilmente, pensando que prefería la muerte a aquel encierro. Es la ley de la selva: si no puedes vivir con dignidad es preferible sacrificar tu vida. Y para mí, la dignidad fue ser siempre libre. Es decir, no lo supe sino hasta que comencé a ver los días desfilar a través de aquellos hierros, que como lanzas me ensartaban ahora entre el estrecho suelo y la mísera bóveda que reemplazaría de allí en adelante el infinito firmamento bajo el cual había nacido. Inútil lamentarse ahora, ni entonces.
Después de un tiempo me dí cuenta de que el hombre, tenía todas las ventajas. En su antropocentrismo, todo aquel que desfiló para observarme, para evaluarme, para admirarme y sin embargo para humillarme, actuaba como si perteneciera a una especie superior, a un planeta diferente, y yo, pieza, trofeo de cacería.
Volvía la cabeza con desprecio. Cerraba los ojos y me remontaba a los días felices de mi infancia. Recordaba cómo, cuando ya pude pararme por mí mismo, aprendí a correr como gacela por aquellos campos, a camuflarme entre los arbustos, a rastrear para traer el alimento y compartirlo con los míos.
Mi padre me había enseñado a no matar por gusto. Piadoso era causar a la presa el menor sufrimiento posible. Luego, comer lo absolutamente necesario, sin saciarse de tal manera que luego no pudiera uno incorporarse y proseguir su camino con agilidad. Me enseñó también lo inútil de la vanidad, aún cuando percibiera el temor, que mi imponente presencia causaba en las criaturas menores. El respeto es una ventaja, me decía, pero el temor esconde a duras penas el odio, porque es este un sentimiento tan intenso como el instinto de conservación.
En mi adolescencia conocí la leyenda que rodeaba a los de mi clase. Desde tiempo inmemorial habíamos sido símbolo de dignidad, de poder, de fortaleza. Bali, el gran contador de cuentos, narraba cómo, culturas cuya historia se remontaba al olvido, se referían a nosotros con suma reverencia. «El admirable dinamismo de esta especie, su intensa actividad, independencia y curiosidad le hacen irresistible” – decían sus sabios y en su afán de compararse con los nuestros humanizaban el coraje y la valentía.
Éramos solitarios. No andábamos en manada, aprendíamos de la experiencia. De ella deducíamos nuevas fuerzas y energía. Teníamos la visión del águila, la fuerza del elefante, la gracia de la gacela, la autoridad del león. Cuando aparecieron nuestros enemigos, conocimos el desespero, la locura. Nos convertimos en proscritos dentro de nuestro propio hábitat. Había algo muy preciado que aquellos predadores buscaban en nosotros, porque, una vez uno de la nuestra era capturada, jamás le volvíamos a ver. Ahora sé a dónde iban a parar los que no acababan sus vidas traspasados por una lanza o muertos por las balas.
A aquel hombre le decían Mack. Tenía fascinación por las armas de fuego y los cuchillos. Miraba pretendiendo dominar con su mirada. Gritaba más que hablar. En mi lenguaje le devolvía mi desespero, mi frustración, mi angustia, llamándole cobarde. Exigiendo que se enfrentara a mí en iguales condiciones. Supongo que a pesar de su aparente valentía sabía perfectamente el destino que le esperaba si tan solo se le hubiese ocurrido abrir la puerta de mi abyecta celda. Allí me tiraban las sobras y chorros de agua disparados por mangueras que mojaban mi cuerpo y mi lecho. Aún en esas condiciones, el contacto con el agua tuvo la virtud de incentivar aquella clase de cordón umbilical que nadie puede cortar y que ata por siempre a la tierra nativa y a las memorias del pasado.
Supe que había llegado a un mundo diferente porque el color de las pieles se había aclarado. El olor de la atmósfera era extraño. Olía a selva incendiada. Con las mil caras que desfilaron ante mi prisión, se asomó la piedad, el temor injustificado y la necesidad de cantar victoria sobre el caído, que se traduce en saña. Ya para entonces había desistido de gastar mis fuerzas inútilmente. Me dedique a observar. A planear una manera de escapar, aún cuando sabía que no sería fácil. Que me llevaría la mayor parte de mi vida. Pero me había prometido no morir en el encierro. Llegué a considerar la muerte como la salida de aquella prisión absurda.
Cuando Mack decidió que ya yo estaba lo suficiente quebrantado, se atrevió a dejarme salir dentro del confín de una jaula mayor. No era mucho el espacio, menor aún porque él estaba allí, midiéndome fijamente con los ojos. Yo caminaba entumecido, agotado por la falta de ejercicio, todas mis células pidiendo a gritos la carrera, el escape de aquel infierno.
No pude hacer nada, sino devolver disimuladamente la observación de que era objeto.
Un día, después de interminables sesiones del mismo fútil ejercicio, sentí un golpe cortante y traicionero sobre mis espaldas. Esta criatura abominable me había azotado sin razón. Su nueva arma era un látigo que comenzó a usar cada vez que traté de acercarme. Inútil responder porque, al cinto, a unas pulgadas de sus dedos, alerta a cualquier movimiento de ataque, estaba la pistola, con el gatillo preparado para disparar e intimidarme. Comprendí que, a mi ya humillante falta de libertad, se había añadido ahora el castigo físico necesario para subyugarme completamente.
Realmente no había experimentado el odio hasta que conocí a aquel hombre. Era la viva imagen de la arrogancia, de la pretensión. Caminaba como si todo le perteneciera. Como si mi respiración dependiera de su voluntad. Comencé a experimentar la cobardía, más dolorosa aún que la nostalgia, que el hambre, que la ira. Cuestioné la razón de aquel encierro. Del propósito de mi vida. Todas las leyendas que una vez me habían inspirado orgullo, dotado de identidad, se convirtieron en piadosas mentiras concebidas para resistir aquella prolongada agonía. A pesar de mi naturaleza solitaria, me sentí desamparado, olvidado por los míos. Conocí el llanto, que los animales no pueden expresar sino en su espíritu, y la frustración oprimió tanto a mi corazón como la prisión que me asfixiaba.
Cuando ya daba por perdidas mis fuerzas, Mack comenzó a aumentar gradualmente mis raciones de comida. A cambio de ello tenía que demostrar reconocimiento por su superioridad. Mis prioridades entonces se invirtieron. ¿Qué me importaba fingir para poder devolverle a mi cuerpo la energía? A la larga, ¿no cumpliría el mismo propósito, aprender a controlar mi intenso odio, mi desprecio por el gesto de aquel hombre, el saciar mi necesidad de un pedazo de carne que la urgencia de estar libre?
Satisfecho ante mis muestras de sumisión, el hombre se sintió magnánimo, y osó un día acariciarme la cabeza. Lo hizo por detrás y cauteloso. Buscaba una especie de alianza que yo no estaba dispuesto a aceptar. Aun así fingí sometimiento.
Con los días, vinieron las torturas. A punta de golpes me obligó a pararme erecto, a saltar por entre aros de fuego. A subir en unos parapetos. A reprimir mi instinto de cerrar mi boca cuando él introducía su cabeza en ella para jactarse de su coraje. Y allí comenzó el aborrecible espectáculo que sin saber por qué entretenía tanto a los humanos.
Viajamos por todo el mundo, él y yo representados en afiches y fotografías como el amo y la mascota, símbolo de la conquista del hombre sobre la bestia, atracción principal de un acto de circo. Yo me aburría infinitamente, ¿no se aburrían ellos? ¿aquellos mismos que año tras año veía en primera fila crecer y hasta volverse viejos? ¿Qué placer deducían de ver a uno de ellos dictando ordenes para obtener maromas ridículas que ninguno de nosotros hubiera intentado en una rutina sin cautiverio?
Mack comenzó a dar muestras de cansancio. Quizás era ésta mi última gran oportunidad de arriesgarlo todo. Recobré el interés de mi juventud ante la posibilidad de arrebatarle al amo, y de un zarpazo, el insidioso látigo. De borrar de una vez por todas aquella sonrisa de triunfo. De dueño y señor de mi destino. El día había llegado de saldar cuentas. Igual que él, yo había envejecido, pero me quedaban las fuerzas necesarias. Podía hacer acopio de ellas si me lo proponía. No quería cometer el error de aquellos paquidermos, que, en busca de recuperar su libertad, enloquecían para caer víctimas, tras la persecución, de una lluvia de balas.
Supe que era el día señalado porque vi el fantasma de mi padre merodeando fuera de mi jaula. Con la parsimonia que le había caracterizado en vida, me miró por largo rato. Yo entendí su mensaje y aquella noche me dediqué a planear el acto.
Lo cogería por sorpresa, como había hecho él un día al golpearme con su látigo. Aprovecharía cuando ya su inagotable vanidad le obligara a dar la cara al público. Saltaría sobre su espalda, lo inhabilitaría contra el suelo y le agarraría por la nuca. Lo arrastraría sin piedad por aquel corral confinado por un círculo de barrotes, a través de las cuales la gente, en su mayoría en la infancia, aprendían a aplaudir la crueldad y a despreciar al subyugado. Sabía que el precio era mi vida, pero les enseñaría las lecciones de mi padre, que eran las mismas de la selva. Y con ese simple gesto de morder su cuello, demostraría que, en recuperar su libertad, el esclavo decide el destino de su amo.
Segundo lugar Concurso «Querido Borges» 1997.
Liceo Internacional de la Cultura California, U.S.A.
Colección Depredadores de almas, Published by White Owl Editions, N.Y 1998. Pulse aquí para adquirir el libro.
*Gloria Chávez Vásquez, escritora, periodista y educadora reside en Estados Unidos.